El asesinato de Sofía Delgado, una niña de 12 años brutalmente atacada por Brayan Ocampo en Candelaria ha vuelto a sacudir al país, abriendo nuevamente el debate sobre la necesidad de medidas más drásticas para castigar a los agresores. Casos similares, como los de Yuliana Samboní y Michel Dayana González, han marcado un triste registro que parece no detenerse. Estos crímenes deben dejar de considerarse como delitos comunes y obligar a la sociedad y al sistema judicial a reaccionar de manera contundente.
El sentimiento de indignación que generan estos actos atroces es comprensible y la idea de implementar la pena de muerte surge, para muchos, como una solución justa y necesaria. Sin embargo, este enfoque plantea interrogantes éticos y prácticos que no se pueden ignorar. La pena de muerte es irreversible, y en un país donde la justicia aún enfrenta retos como la corrupción y la impunidad, el riesgo de condenar a un inocente es una realidad preocupante que debe ser considerada seriamente.
Desde mi posición de líder político y, sobre todo, como padre, no puedo permanecer indiferente. La protección de las niñas y los niños de Colombia debe ser una prioridad, y para ello es necesario un cambio profundo en la manera en que el sistema judicial enfrenta estos crímenes. Sin embargo, limitarse a proponer la pena de muerte como solución puede ser la salida más fácil, pero no la más efectiva. Es un recurso que puede calmar la ira y el dolor de la sociedad, pero no garantiza una solución de fondo al problema.
La pena de muerte tampoco necesariamente disuade a los criminales. Estudios muestran que, en muchos casos, quienes cometen estos delitos no piensan en las consecuencias. Por tanto, es fundamental que se aborden las causas estructurales de la violencia, como la pobreza, la falta de acceso a la educación y las dinámicas familiares disfuncionales. Sin resolver estas raíces, cualquier medida punitiva será insuficiente para detener la recurrencia de estos crímenes.
Adicionalmente, se debe considerar la posibilidad de rehabilitación. Aunque sea difícil imaginar la redención para los que cometen actos tan horribles, una sociedad justa debe equilibrar el castigo con la oportunidad de rehabilitación, en casos en que esto sea posible. La justicia restaurativa, que busca sanar a las víctimas y sus familias, puede ser una opción complementaria al enfoque tradicional de castigo.
La propuesta de la pena de muerte para violadores y asesinos de menores en Colombia es un tema complejo que exige un análisis cuidadoso. El clamor por justicia es legítimo, pero la respuesta debe trascender la emoción inmediata para enfocarse en soluciones que respeten la dignidad humana y garanticen un futuro más seguro para todos. Como hombre católico y cristiano, mi fe me impide considerar la pena de muerte como una opción viable. Sin embargo, creo firmemente en la necesidad de endurecer las penas, avanzando hacia la cadena perpetua para garantizar que quienes cometen estos crímenes atroces enfrenten las consecuencias más severas. La protección de nuestros niños y niñas debe ser una prioridad, y el camino hacia la justicia debe construirse con responsabilidad y una visión integral.
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